Vivimos un tiempo de “eclipse de Dios”, ha señalado recientemente su Santidad Benedicto XVI. Un tiempo en el que parecería como si el rostro de Dios se hubiese difuminado de la experiencia que el hombre tiene de las cosas tanto en la esfera pública como en la personal. Si ponemos atención a lo que ocurre todos los días en la política, en la economía, en la cultura, o en las muchas y diversas situaciones de la vida diaria, sentimos una como marea de fango que parece enlodarlo todo, un enorme vacío de sentido que se cola por todas partes y se impregna en las personas, en sus valores, en sus instituciones más nobles y queridas, volviéndolas terriblemente frágiles y acentuando en ellas, como nunca antes, su propia vulnerabilidad. Es como si el hombre de hoy, ya no tuviese ni ojos ni oídos para lo grande, para lo bello, para lo transcendente… al igual que esa “generación perversa” a la que Jesús mismo recriminó por su ceguera cuando dice: “…miran y no ven, oyen pero no escuchan. Su corazón se ha endurecido”.
Lo triste es que esta ceguera del corazón, nos afecta también a los creyentes. También nosotros, aunque quizá no totalmente ciegos, hemos dejado de ver desde la luz de la fe, grandes zonas de la realidad en que vivimos; al punto que, algunas veces, tras nuestro miope catolicismo, se oculta en realidad un creciente “ateísmo interior”.
Pero aclaremos ciertos términos: Este eclipse de Dios… no es de Dios. No es que Dios se ha ocultado o alejado de nosotros, no: Ese “eclipse” es nuestro… Es la sombra de nuestra propia desviación humana, la que se interpone entre la luz de Dios y la profundidad de nuestro anhelo por Él… Al punto de ya no ver o ya no querer ver aquellas zonas y realidades de la vida donde precisamente Dios, por medio de Cristo, anhela dolorosamente hacerse visible a nosotros y desea apasionadamente volver a ocupar el corazón de esas realidades, atrayéndolas hacia sí… a pesar nuestro. Una de esas realidades es sin duda la familia, su identidad transcendente y su realidad íntima, así como sus vínculos con el mundo que la rodea. De tal manera que, este aparente “eclipse de Dios”, para el caso de la familia, nos está anunciando en realidad el deseo divino por una nueva epifanía o manifestación de su Santidad y su Soberanía, justamente en el seno de la vida familiar, respondiendo así a la profunda necesidad de renovación que el hombre de hoy tiene y anhela con todo su ser.
La renovación humana que todos esperamos y desesperamos, no vendrá sino por la renovación de la familia, porque el hombre no viene sólo a la creación y a la vida, ni es en su soledad donde Dios se manifiesta a su corazón: El hombre viene por medio de la familia y es en familia donde se inicia en la experiencia de lo divino… y es en familia, donde ese ser humano venido a la vida, se hace persona. Por tanto el hombre no vive en una familia o tiene una familia… EL HOMBRE ES FAMILIA.
Por consecuencia este aparente “eclipse de Dios”, el cual es en realidad eclipse del hombre moderno ante la exigencia de una experiencia más honda y definitiva de Dios, resulta ser el modo como adviene a nosotros una gracia especialísima, un llamado, un apremio de Cristo: Mediante este sustraerse a nuestras maneras más convencionales de ver y entender la presencia de lo divino en nuestras vidas, Cristo anhela convertir nuestro corazón y nuestra mirada interior hoy más que nunca, para volver a ver –en el caso de la familia- toda la belleza, toda la dignidad, todo el don que élla significa para el hombre y para la vida. De esto ya se ha ocupado maravillosamente Monseñor Danilo Echeverría de explicárnoslo esta mañana.
A mí me corresponde llamarles la atención acerca de un hecho más singular y que lo voy a formular a modo de pregunta: ¿Qué es lo que quiere Cristo que volvamos a ver en el terreno de las relaciones entre la familia y la economía del trabajo? ¿Cuál es el punto más importante que, contenido en la rica y amplia doctrina de la Iglesia acerca del mundo económico y laboral, desea el Señor que pongamos hoy más atención, cuando hablamos de las relaciones que tiene la familia con el mundo del trabajo y la economía?
Partamos de algo esencial. Todas las fuentes de la Tradición y el Magisterio coinciden en señalar al trabajo como el modo natural y primero por el que el ser humano vive en el mundo. Si por la familia el hombre viene a la vida y se hace persona, por el trabajo vive y realiza esa dignidad personal en medio del mundo. Por tanto el trabajo es un bien inalienable, pues la dignidad originaria de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, encuentra en el trabajo no sólo la posibilidad de realizar temporalmente esa dignidad, sino de prolongarla y extenderla para bien de otros. En ese sentido, el hombre laborioso y creador, se asemeja a Dios y tiene la responsabilidad de ser artífice de esa semejanza. Por consecuencia, los problemas económicos y sociales del trabajo, deben ser vistos y atendidos desde estos criterios superiores; al punto de admitir que, el trabajo (con su dimensión subjetiva, su capacidad de potenciar habilidades y conocimientos singulares), existe para acrecentar y no para disminuir dignidad del hombre nacido de Dios… Siendo la familia, el ámbito primero y mayor en que ese acrecentamiento debe operar. Es por ello, por el lugar que ocupa en el incremento de la dignidad fundante de la persona humana, que el trabajo es camino de santificación personal y social.
Por la relación intrínseca que existe entre trabajo y dignidad de la persona humana y por el lugar que ocupa en el camino de la santificación individual y social, en la trama de los elementos que hacen posible el mundo del trabajo, la persona humana –y, por extensión, la familia- deben ocupar el centro de las relaciones laborales, deben ser el objeto propio de los bienes que se generan en ese mundo y deben hallarse conceptual y prácticamente por encima de los factores de la producción. De tal manera, la economía del trabajo debe sujetarse a los valores éticos del bien común y de la justicia y a una administración comprometida responsablemente con la centralidad de la persona humana y su dignidad. Todas las formas de idolatrar sea al capital o a otros factores de la producción y de situarlos por sobre el hombre y la familia humana, se contraponen al plan de Dios.
La doctrina de la Iglesia tiene pues, en relación a esta materia, una visión y un punto central e innegociable: el fin primero y último de la economía y el trabajo, es la dignidad esencial de la persona humana que es imagen y semejanza de Dios. La economía y el trabajo deben el sentido de su existencia a esto: ser medios para realizar y acrecentar esta dignidad fundamental y no para disminuirla o sustraerla. Esto es lo esencial para la Iglesia y debe ser lo fundamental para los católicos. Pero ¿qué es lo que ocurre en realidad?
Lo que ocurre en el día a día es que esa dignidad fundamental de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, es lo último a considerarse no sólo en el mundo del trabajo sino en la economía de manera general. Vivimos en realidad una anti-economía. Y esto tiene un terrible efecto sobre la vida familiar: hay un sinfín de familias que, sea por necesidad o sea por futilidad, han terminado convirtiendo a “lo económico” en lo central de sus vidas. Para una familia pobre y necesitada, lo económico pasa a ser lo central… Pero también para una familia rica, aunque por otras razones, lo económico se hace central… ¿Si ven la cuestión? Hoy, en nuestra sociedad, lo económico se ha convertido, sea por necesidad o sea por exceso, en lo central de la vida personal, desplazando a la persona misma y sujetándola a todo lo que “lo económico” le sugiere o le obliga… Cuántas familias, pobres o ricas, viven hoy como encerradas en la esfera de “lo económico”, un encierro de horizontes que es fuente de innumerables angustias y desórdenes morales y espirituales…
Cuando, en el marco de esta anti-economía, “lo económico” se hace central –sea entre pobres o ricos-, esa centralidad de la persona humana y su dignidad originada en Dios que el Evangelio y la Iglesia nos ha proclamado siempre, simplemente desaparece. Y al desaparecer la persona humana creada por Dios, para asemejarse a él, como centro y razón de ser de “lo económico”, toda la economía se des-humaniza, se des-personaliza… ¿Qué es lo que queda? Queda lo que vemos a diario: angustias infinitas, desazón, inseguridad constante, corrupción acelerada, violencias inimaginables que sostienen “circuitos económicos” ilegales o ambiciones insaciables que son el verdadero motor, muchas veces oculto tras la fachada de la “economía legal”.
Cuando el Evangelio nos ha dicho: “no se puede servir a dos amos: a Dios y al dinero…” y cuando la Iglesia nos ha proclamado durante décadas que la persona humana y su dignidad es lo central y lo primero en la economía, en la sociedad, en la política, etc. se nos está diciendo en otras palabras, que debemos salir de esa ficción de que “lo económico” lo es todo… Se nos está recordando que el destino del hombre no termina en tener esto o aquello, en conquistar o no este u otro “éxito económico”. No se trata de no considerar las necesidades temporales, sino de no ahogarnos en ellas… de emerger y elevarnos desde ellas, hacia lo Alto donde debe estar nuestro tesoro y nuestro corazón… Se nos está pidiendo reconocer nuestra primera y fundamental dignidad: ser constituidos en Dios y por Dios, como Hijos, cuyo principal deseo sea “adorarlo en espíritu y verdad”.
Nuestra mayor fuerza no está en las aparentes seguridades mundanas que “lo económico” da o quita… Nuestra mayor fuerza es la fuerza de la adoración, es ese irrefrenable movimiento hacia la Transcendencia que Dios ha puesto en el centro de nuestro espíritu y que es lo que nos distingue de todo lo creado y nos lleva inevitablemente a ser convertidos y transfigurados en el Amor… ¡Somos muchísimo más que mera “economía”, por favor¡ No podemos ni asfixiarnos ni permitir que otros vivan asfixiados por “lo económico”…
Hay mucho qué hacer por los pobres… Pero hay algo que los pobres necesitan más que el pan, más que el trabajo, más que la educación, más que la salud: la dignidad humana y personal que sólo Cristo enciende, eleva y asegura. Es por ello que el Señor nos decía en el Evangelio: “denles ustedes de comer”, pero recuerden que “a los pobres les tendréis siempre junto a vosotros, pero a mí no…” ¿Qué quería decir con eso? Que sí, que debemos velar y cuidar por los que más necesitan… pero hacerlo, dándoles el mayor bien: a Cristo…para que descubran en sí mismos y por sí mismos, cuál es el verdadero sentido de la vida que se nos dona… Extasiarse y adorar, este es nuestro mayor don y nuestra verdadera riqueza…esa es la primera vocación del hombre y su auténtico fundamento… Todo lo demás, llega por añadidura.
“Lo económico” sólo puede favorecer a la larga, una evasión superficial y exterior… extasiarse y adorar, encambio, otorgan un crecimiento a fondo e interior. No se trata de “despreocuparnos” de la economía sino de des-centrarnos de ella, para centrarnos en la vida que Cristo desea darnos… allí radica toda felicidad. Centrar nuestra vida en la Persona de Cristo quien es la única fuerza capaz de “personalizarnos en Dios”… esto jamás lo conseguirá ni la economía, ni la política, ni nada… Sólo Cristo y la relación que él mismo nos propone tener con el Padre, es capaz de mantener y salvar la primacía de lo personal y de constituirla y establecerla como valor decisivo y definitivo… no la economía ni las angustias que nos genera. Cuando esta dimensión de lo personal, en Cristo y para Dios, se ausenta de la vida, el amor enmudece y deja de ser eficaz… pues el amor muere al contacto con lo impersonal y lo anónimo. Y el hombre no podrá encontrar reposo hasta que no encuentre reunido y en grado sumo, su destino personal con el amor divino. Es increíble la facilidad con la que aceptamos un “principio” o una “ley” de la naturaleza o de la historia, pero sentimos muchas veces confusión y hasta vergüenza en aceptar a un Dios que se ocupa del destino y de los actos humanos más corrientes.
Si la economía del trabajo y la economía de las necesidades, no se ordenan desde estas perspectivas, continuarán degenerándose de modo irremediable… Pues el origen de los males económicos, no está en los conflictos aparentes, sino mucho más allá, en el hecho interior de que los hombres han dejado de lado su destino personal y personalizador en Dios. En definitiva. Todos los seres humanos llevamos en el alma una profunda nostalgia de verdad, de felicidad definitiva, de belleza, de santidad… Es esa sed de Dios, que se origina en la sed que Dios mismo tiene de nosotros y que es vivida y padecida por Cristo, todos los días y a cada instante…. Esta es nuestra mayor herencia como criaturas humanas… este es nuestro dolor y nuestro gozo. La fuente donde esta sed se sacia no ha de buscarse en los vanos deseos que la posesión de algo suele suscitar en nosotros… sino en la presencia de Alguien que desea transfigurarnos, dentro de nosotros.
Deshacerse de ese “espíritu de propiedad”, de ese “sentido de lo económico” que tanto nos invade y nos ahoga… imitar el deshacimiento del Verbo y trasladar a él el centro último de nuestro existir, dejándonos transformar y elevar por encima de las cosas… este es el camino para las familias cristianas. Es desde allí y únicamente desde allí, que debemos ocuparnos de todo lo demás.
Muchas gracias.
Juan Carlos Ribadeneira: Teólogo; estudió en Tübinghen, Alemania (Teología Sistemática) y en Costa Rica, hizo diversos cursos de Teología Bíblica... Su dedicación central ha sido la formación religiosa de diversos agentes de pastoral, la asesoría y apoyo a planes pastorales de Parroquias, Instituciones y Movimientios católicos; junto al Provincial jesuita de ese entonces en Ecuador, el P. Allan Mendoza creó y dirigió el Centro Ignaciano Pedro Arrupe de la Compañía de Jesús: en él, fue fundador-editor de la Revista Fe y Justicia y estuvo a cargo de la línea editorial de la Compañía durante 6 años. Hoy es Misionero Idente -por misteriosa providencia- y trabaja en la UTPL. Fue finalista en el Premio Mundial de Poesía Mística del año 2010. |